El exceso de empatía: cómo ayudar sin cargar con los problemas de los demás


© Eugenia Lerner

Este artículo se basa en un taller que dicté recientemente, para personas altamente sensibles, sobre esta temática. Aunque realicé algunos cambios y agregados, mantuve su estilo general. Considero que es un pantallazo que involucra muchos aspectos sobre los cuales podría haberme extendido, pero preferí presentarlo de esta manera compacta con la esperanza de que sea de utilidad tanto a las personas altamente sensibles (PAS) como a las que no lo son tanto.

La temática de hoy es el exceso de empatía y cómo este exceso nos lleva, muchas veces, a hacernos cargo de los problemas de los demás. Obviamente, aunque las personas altamente sensibles (PAS) compartimos ciertos rasgos, no somos todas iguales. Cada uno/a tiene sus propias sensibilidades en relación con las diversas situaciones, las personas o los acontecimientos de la vida. No obstante, en general, tenemos una marcada tendencia a hacernos cargo de los problemas o de lo que les sucede a otras personas, y en especial respecto de aquellas que apreciamos más o son significativas en algún sentido.

Existen muchos tipos de temperamentos diferentes y diversas formas de clasificarlos (aunque no me referiré aquí a esta diversidad). Cada tipo de temperamento tiene sus modalidades propias de reacción y sus formas particulares de lidiar con las dificultades. Algunas personas tienen más tendencia al enojo, mientras que otras suelen experimentar más el miedo, la tristeza o la ansiedad. Si bien todos/as experimentamos este conjunto de emociones y estados, generalmente alguno de ellos es el más habitual, a la hora de vérnoslas con las vicisitudes de la vida. Por lo general, estas emociones/estados se disparan de manera involuntaria o “automática”, y van construyendo mecanismos o formas habituales de respuesta.

Nuestras reacciones automáticas son modificables o regulables, pero generalmente no se regulan de manera “espontánea”. Para lograrlo necesitamos de un trabajo enfocado y consciente; proponernos nuevas formas de pensar y de proceder, es decir, la formación de nuevos hábitos.
Como PAS tenemos automatismos típicos de PAS y también otros que tienen que ver con nuestros rasgos de personalidad (somos más complejos que nuestro temperamento básico). Estos rasgos pueden tener que ver también con nuestra autoestima, nuestra autoimagen o con nuestra forma particular de relacionarnos con el mundo externo.

Algunos hábitos automáticos son beneficiosos porque economizan energía y nos permiten reaccionar rápidamente sin tener que pensar demasiado o decidir caminos por seguir. Sin embargo, precisamente porque son reacciones automáticas que se disparan sin pensar, no siempre son las mejores respuestas posibles ni las más efectivas en una situación dada. 
Como mencioné más arriba, podemos cambiar los hábitos automáticos si tenemos la motivación suficiente para hacerlo y contamos para ello con los recursos o métodos apropiados. La teoría del cambio puede ser simple, pero no necesariamente fácil de implementar. Como todos sabemos, cambiar lleva tiempo, dedicación y persistencia.

Lo que quiero proponer aquí son algunas ideas y pautas que espero sean útiles para modificar las reacciones de empatía excesiva y la tendencia que solemos tener a cargar con los problemas y padecimientos de otras personas. Para modificar estas reacciones, necesitamos, además de sostener nuestra motivación, poner en práctica las ideas y los comportamientos que darán cabida a los nuevos hábitos.

¿Qué es la empatía?

Veamos ahora qué es la empatía. Habitualmente se la define como la capacidad de sentir lo que otros sienten. Yo modificaría un poco esta definición y diría que es la capacidad de sentir lo que los otros sienten, aunque no exactamente lo que ellos sienten, sino lo que nosotros/as sentimos que los otros sienten. O sea que lo que sentimos no siempre es el fiel reflejo de lo que les sucede a los demás. Inevitablemente, todo pasa por nuestra subjetividad, por nuestros filtros sensoriales y perceptuales, y se tiñe de nuestra propia emocionalidad y afectividad. La idea de que sabemos con exactitud lo que le pasa al otro puede llevarnos a conclusiones equivocadas. Todo resuena en nuestro interior. Nuestro interior no es un espacio vacío, está lleno de nuestros propios sentimientos y experiencias.

Asimismo, es bueno tener en cuenta que las personas empáticas no lo somos siempre, en todo momento, ni con todas las personas por igual. Esto es importante porque nos da una base para reconocer que tenemos, también, la posibilidad de no serlo.
Un psiquiatra español, González de Rivera, acuñó un término muy interesante, el de ecpatía. Ecpatía es la acción voluntaria y deliberada de liberarse de la influencia de los sentimientos, actitudes y motivaciones de los demás. El prefijo “ec” quiere decir afuera, o sea, la ecpatía consiste en dejar afuera esta influencia. Metafóricamente podríamos decir que, si nosotros/as nos sentimos azul y nos influye alguien que tiene un estado rojo, esa influencia puede llevarnos a sentirnos rojo-violáceo,  violeta o azul con manchas rojas. La ecpatía sería entonces la acción consciente y deliberada de liberarnos del rojo, que es el color del que hemos sido teñidos/as.

González de Rivera da un ejemplo muy claro sobre las consecuencias del exceso de empatía. En uno de sus textos, dice que un monje va caminando por la selva y se encuentra con una leona famélica junto a sus cachorros. Terriblemente apenado por la leona, que no solo padece su propia hambre, sino que sufre también por la de sus crías, se tiende a su lado para ser comido.
Si bien contamos con mecanismos naturales que nos ayudan a balancear estos excesos, muchas veces, como en el caso de este monje, nuestras convicciones se oponen a ellos o no los hacen posibles. Otras veces, este balance puede ser insuficiente o tardar mucho en funcionar. En nuestra vida cotidiana, una de las formas en las que se regula naturalmente el exceso de empatía es a través del cansancio y la saturación. En este sentido, cuando nuestro sistema se sobrecarga, se desconecta. Si la desconexión tarda en llegar, la sobrecarga puede dañarnos o afectarnos de alguna manera.

La empatía es involuntaria, no decidimos ser empáticos/as, pero como hemos visto, podemos decidir y elegir hacer el camino inverso: diluirla, de manera deliberada, consciente y voluntaria. La tarea de desempatizar puede ser trabajosa. Implica un proceso que podemos aprender y practicar. Supone desarrollar una nueva habilidad, nuevos hábitos y formas de pensar. Entonces, ¿cómo la podemos balancear? El punto de partida, tal como dijimos, es la toma de consciencia y la decisión de cambiar. Sin este paso difícilmente lo logremos.

Quiero aclarar, antes de continuar, que la empatía no es exclusiva de las PAS como tampoco lo es el cargar con temas o preocupaciones ajenas. Existe un tipo de neuronas que se llaman “espejo” que tienen la particularidad de captar los estados emocionales de otras personas y que reciben también los estímulos de nuestro cuerpo cuando vibra con la energía circundante. Dicho sea de paso, algunos animales también tienen este tipo de neuronas y la capacidad de sentir la energía del entorno.

Lo que quizás es distintivo de las PAS es que tenemos empatía en exceso, tanto en relación con su intensidad como respecto de la frecuencia con la que la experimentamos. A esto se le suman las dificultades particulares que tenemos para librarnos de lo que nos sobrecarga. Nuestra autoimagen y algunas de nuestras creencias, actitudes y emociones típicas hacen que nos sea difícil la acción de desempatizar.

¿Cómo podemos saber qué es lo que nos dificulta o impide la ecpatía? 

Considero que las preguntas y la autoobservación son dos poderosas herramientas para averiguarlo. Podemos preguntarnos, por ejemplo: ¿si pudiera dejar de resonar tanto con el otro, qué creo que sucedería? ¿Qué me pasaría a mí? ¿Qué me imagino que le podría suceder al otro? ¿Cómo creo que el otro se sentiría conmigo o qué pensaría de mí?
Podemos también recurrir a técnicas de meditación y de visualización que pueden ayudarnos no sólo a preguntar, sino también a obtener respuestas, y a liberarnos de la sobrecarga emocional y mental.

Ejercicio para liberar emociones y descubrir nuestras dificultades para desempatizar
·       Elegí una situación en particular donde empatizaste en exceso.
·      Sentate cómodamente. Toma algunas respiraciones profundas. Relaja el cuerpo parte por parte, desde los pies a la cabeza. Ahora llevá la atención a la nariz y sentí cómo entra y sale el aire suavemente por allí.
·     Recordá la situación donde sentiste demasiada empatía. ¿Qué sucedió en ese momento? ¿Qué dijo o hizo la otra persona? ¿Cómo la percibiste? ¿Qué pensaste? ¿Qué sentiste? ¿Qué imaginaste?
·   Ahora llevá tu atención al cuerpo y fijate cómo reacciona tu cuerpo a este recuerdo. ¿En qué parte sentís la reacción?
·    Inhalá y exhalá con la atención en esa parte del cuerpo para liberar la tensión.  
  Ahora, si querés, podés agregar una visualización e imaginar que hay algo allí que produce simbólicamente esa reacción corporal. (Si alguien sintiera, por ejemplo, un peso en el abdomen, podría imaginar que ese peso es como una piedra o como un líquido pesado y viscoso). ¿Qué forma tiene eso que ves o que imaginas? ¿Qué color? ¿Qué textura? ¿Qué densidad?
·   A continuación generá la intención de liberar a tu cuerpo de eso que viste allí. Podés ayudarte con la exhalación para sacarlo de tu cuerpo. Otra forma de sacarlo es a través de los elementos de la naturaleza. Los elementos son también simbólicos y nos ayudan a liberar de diferente manera: el fuego puede quemarlo, el agua disolverlo, el aire volarlo y la tierra puede absorberlo o neutralizarlo.
·   Fijate ahora cómo te sentís.
·  Volvé a enfocar tu atención en la situación que despertó el exceso de empatía y registrá qué sucede ahora. ¿Cómo es tu reacción emocional y cómo reacciona tu cuerpo en este momento?
·    Si es necesario, repetí todo el proceso simbólico antes mencionado.  
      Luego, una vez completado ese proceso, podés hacerte alguna de las siguientes preguntas: ¿Si dejara de ser tan empática en esta situación o con esta persona, qué sucedería? ¿Cómo me sentiría en relación conmigo mismo/a? ¿Cómo me sentiría con la otra persona? ¿Cuáles serían las consecuencias de resonar menos con el otro en este caso en particular? ¿Cambiaría la imagen que tengo de mí mismo/a o que tengo de la relación? ¿Hay algo que me lleve a aferrarme a mi reacción empática?
·      Por último, tomá unas cuantas respiraciones profundas, quedate descansando unos minutos y, cuando quieras, volvé a conectar con tu cuerpo y con el espacio que te rodea.

Algunas de las dificultades típicas que se presentan para desempatizar

¿Cómo te resultó este ejercicio? ¿Sacaste alguna conclusión? A muchas personas, les cuesta soltar la empatía porque les genera culpa, las lleva a sentirse egoístas, insensibles o incluso malas.
La culpa es uno de los sentimientos que afloran cuando intentamos modificar nuestra actitud y tratamos de dejar de hacernos cargo. Muchas veces nos sentimos mal o malos/as cuando balanceamos este hábito o regulamos el tipo de ayuda que brindamos. Si este fuera el caso, necesitamos revisar nuestras creencias respecto de lo que significa realmente ser egoísta, malo/a o dañino.

Otra de las formas de encarar estas creencias y sentimientos es buscando alternativas que nos hagan sentir bien con nosotros/as mismos/as y que contemplen también algunas de las necesidades de la otra persona. Algunas veces esto se logra modificando los tiempos o la forma de encarar las cosas. Podemos buscar otras maneras de comunicarnos (tanto en relación con el contenido de lo que decimos como con el tono que empleamos), agregar alguna explicación de por qué hacemos o no hacemos determinada cosa, dejar de explicar si ese fuera el caso, evaluar junto con el otro las prioridades, etcétera.

Como he dicho más arriba, para mitigar la culpa podemos revisar nuestros criterios: ¿cuáles son las creencias que sostienen esta culpa? Al reconocerlas podremos modificarlas y adoptar otras ideas de manera consciente y deliberada. Al darnos la libertad de revisarlas y de elegirlas, tendremos la posibilidad de cambiar. El sentimiento de culpa (cuando no se ha cometido un delito ni se ha infringido realmente un daño) muchas veces se basa en criterios o en expectativas ideales, en ideas fijas y rígidas respecto de cómo deben ser las cosas o respecto de cómo debemos ser y comportarnos. Al ser rígidas, estas ideas no dan pie al cambio, es decir, se interponen en la búsqueda de otras posibilidades.

Algunos/as empáticos/as sienten que abandonan al otro si dejan de resonar junto con él/ella. Aquí se estaría confundiendo el dejar de sentir algo empáticamente con el abandono. Son dos cosas muy diferentes. En ocasiones surge, también, la sensación de que la empatía es como una antena a través de la cual podemos monitorear lo que le pasa a alguien que queremos o cuidamos, y tememos desconectarla por si al otro/a le pasa algo y nos necesita. ¿Realmente nuestra empatía sirve a estos fines?

Otra de las dificultades típicas que solemos tener es la de poner límites. Se ha hablado mucho de la necesidad de poner límites cuando nos sentimos sobrecargados/as por las demandas y las expectativas externas. En realidad, considero que no es al otro a quien necesitamos limitar, sino que lo que necesitamos es aprender a limitarnos a nosotros/as mismos/as. La cuestión es que el otro puede aceptar o no aceptar nuestros “límites”, respetarlos o no respetarlos, recordarlos o no recordarlos, pero si somos nosotros/as los/as que tenemos en claro hasta dónde llegamos, dejaremos de depender de que el otro se limite.

Entonces, ¿cuál es el sentido de autolimitarnos? En realidad es el de incrementar nuestra capacidad de definir y de elegir cuánto, cuándo, dónde y cómo estaremos disponibles para el otro, cuándo y cuánto escucharemos, cuánto, cómo y cuándo haremos, etc. Nuevamente fácil de decir pero no tan fácil de hacer. Cuanta más convicción tengamos, y cuánto más concreto y pautado sea el comportamiento por practicar, más factible será la posibilidad de lograrlo.

Un aspecto particular de los límites, que suele ser difícil para las PAS, es el de decir que no: no puedo, no me viene bien, etc. Cuando el no es sentido como demasiado categórico, podemos recurrir a la propuesta que William Ury hace en su libro El no positivo, que, en síntesis, es expresar algo afirmativo o positivo antes de decir que no, y terminar luego la frase con otra expresión positiva o afirmativa.

Ejemplo:
−Te invito mañana a cenar.
−Me encantaría ir, pero realmente necesito descansar. Mañana no voy a poder, pero lo dejamos para otro día.
Otro ejemplo:
−¿Me podrías alcanzar el libro que me olvidé y lo necesito ahora?
−¡Oh, qué problema! Si pudiera lo haría, pero justo ahora no puedo. Espero puedas resolverlo de otra manera.

No pretendo aquí abordar todas las dificultades que tenemos a la hora de modificar esta actitud, pero si referirme a otra que a veces surge: algunas personas empáticas aprecian su empatía porque les abre las puertas de la intuición y la comprensión. Cuando la empatía está balanceada, realmente constituye un don. Algunas de estas personas temen, por ello, perder su capacidad empática. Desde mi punto de vista, no perdemos los dones cuando los trabajamos o los regulamos. Me parece que, por el contrario, los perfeccionamos.

Los empáticos solemos identificarnos tanto con nuestra empatía que ella forma parte de nuestra autoimagen. Por lo tanto, cambiar esta forma de reaccionar implica cambiar nuestra autoimagen, cosa que no siempre estamos realmente dispuestos a hacer.

¿Qué nos lleva a hacernos cargo?

Si queremos modificar las actitudes que nos llevan a cargar con los problemas de los demás, quizás nos venga bien alguna de estas preguntas:
¿Qué me ayudaría a dejar de hacerme cargo? (Algo que dependa de mí y no del otro)
¿Cuáles son las creencias que me llevan a hacerme cargo? ¿Por cuáles quiero reemplazarlas? ¿Cuáles son las ideas o los pensamientos que quiero incorporar y practicar?
¿En lugar de lo que estoy haciendo, qué otra cosa podría hacer que fuera más efectiva para el otro/a y más adecuada para mí?

Obviamente, hay muchas otras preguntas que pueden orientarnos. Sugiero que comencemos por las preguntas respecto del qué: qué pensar, qué hacer, qué me cuesta, qué me facilita etcétera.
Una vez que tenemos claras algunas respuestas y sabemos qué es lo que necesitamos cambiar, lo que sigue es la práctica: recordar y repetir una y otra vez la nueva perspectiva y los nuevos comportamientos hasta incorporarlos. Hay mucho escrito sobre el arte de cambiar los hábitos, ya que este es un desafío para todos los humanos. Para los que quieran una buena guía sobre el tema, recomiendo especialmente el libro Un pequeño paso puede cambiar tu vida, de Robert Maurer. Otro libro útil y práctico es  El poder del hábito, de Charles Duhigg, que aborda el cambio de hábitos en diferentes contextos: institucional, empresarial, familiar, etcétera.

Desde la empatía hacia la compasión

Tal como he dicho más arriba, dejar de ser excesivamente empáticos no constituye una pérdida ni un déficit. Tenemos otra opción que suele ser más saludable y efectiva en las interrelaciones: la compasión. Necesitamos recorrer el camino desde la empatía excesiva hacia la compasión.
Aunque hay muchas definiciones de compasión −y no siempre se la diferencia claramente de la empatía−, desde mi punto de vista, básicamente la compasión es la capacidad de darse cuenta de lo que le pasa al otro, de comprenderlo, de conmoverse por su sufrimiento sin quedar sumergido en él. 

La compasión nos permite ser, por eso, más efectivos y constructivos a la hora de ayudar.
Tomando la historia del monje y la leona, desde una actitud compasiva, no nos entregaríamos para ser comidos (como a veces hacemos, metafóricamente hablando, en algunas situaciones), sino que buscaríamos maneras de ayudar a la leona que fueran, al mismo tiempo, consideradas respecto de nosotros/as mismos también. Entregarnos en exceso, por lo general, no es la única ni la mejor alternativa posible.

Con la empatía, si el otro está en un pozo, nos sumergiremos con él. Con la compasión permanecemos arriba o no tan abajo, y desde arriba estamos en mejores condiciones de hacer lo posible por rescatarlo. La mayoría de las veces, sufrir empáticamente solo multiplica la desesperación.

La compasión no implica indiferencia ni dejar de sentir. Por supuesto que muchas veces también nos sentiremos afectados/as y conmovidos/as, pero la diferencia básica es que podremos ejercitar la ecpatía. Asimismo, cuando no está en nuestras manos hacer mucho por el otro, la compasión puede ser lo que más acompaña. A veces, el mero hecho de comprender y de escuchar compasivamente alivia, sostiene y le permite al otro recuperar o conectar con sus propias posibilidades.

Algunas consideraciones para la ayuda efectiva

Además de balancear nuestra empatía, necesitamos tener en claro qué es lo que está realmente en nuestras manos hacer por los demás y qué no lo está. En nuestro afán de ayudar, a veces queremos hacer más de lo que, en verdad, podemos hacer. De manera que, quizás, la primera cuestión por considerar sea precisamente esta: cuál es el aporte que podemos ofrecer en cada caso y a cada persona en particular.

Otra cuestión importante, que parece obvia, pero no lo es, es no avanzar hacia las soluciones o propuestas antes de saber las siguientes cuestiones: 1) si el otro busca o desea nuestra ayuda y 2) cuáles son sus problemas o necesidades. Muchas veces (tanto las PAS como las no PAS) nos adelantamos a ofrecer opiniones, sugerencias o consejos antes de escuchar, de preguntar o de entender la situación.

Resulta difícil o improductivo tratar de resolver o de lograr algo cuando no está claro qué es lo que queremos lograr o resolver. Por más empáticas o intuitivas que seamos las PAS, no siempre nos damos cuenta de lo que le sucede a los demás o de lo que el otro necesita en realidad. Es mejor chequear y preguntar antes que suponer e imaginar. 

A modo de orientación, estas serían algunas de las preguntas que podríamos formular:
·         ¿Qué necesitás ahora?
·         ¿Qué es lo que más te preocupa? ¿Qué es lo que te afecta (o te afectó) más?
·         ¿Qué es lo más importante en este momento o más urgente?
·         ¿Qué te ayudaría o te serviría en este momento?
·         ¿Qué te haría sentir un poco mejor o “menos mal”?
·         ¿Qué o quiénes podrían colaborar en esta situación?
·         ¿Qué alternativas pensaste o se te ocurren ahora?
·         ¿Qué es lo que te vino bien o no te sirvió en situaciones similares en el pasado? 

Por supuesto que no estoy sugiriendo aquí un cuestionario o un “interrogatorio”, sólo un estilo de preguntas posibles que, si vienen al caso, podemos formular. Preguntar es un arte o, al menos, una gran habilidad. Las preguntas abren puertas, expanden y generan espacios para pensar, observar, encontrar soluciones y nuevas posibilidades. Las preguntas son importantes en sí mismas, valen aun cuando no obtengamos respuestas de manera inmediata; estas pueden tardar en llegar.

Otra habilidad importante es la de aprender a escuchar. A veces el otro sólo necesita compartir, hablar, sentirse acompañado o comprendido, y no está buscando nuestras opiniones, soluciones ni consejos. Aquí las PAS nos enfrentamos con un gran desafío, debido a que frecuentemente nos abrumamos escuchando por demás. Cuando escuchamos de manera pasiva, no nos damos el espacio ni la posibilidad de regular nuestra escucha. Necesitamos aprender a escuchar de manera activa teniendo también en cuenta nuestras propias posibilidades y estados: cuánto, cuándo, cómo, a quién y de qué manera podemos hacerlo.

Para no abrumarnos, necesitamos generar estrategias, formas de interactuar que nos sirvan para regular el flujo y el tiempo de la conversación. Decir por ejemplo: “Disculpame, me cuesta entender, ¿me podrías aclarar qué es lo central (o lo que te afectó, o lo que te preocupa, etc.)?” o “perdí el hilo de lo que me contabas, ¿me lo podrías sintetizar?” o “antes de seguir escuchándote, ¿me podrías decir qué es lo que necesitás, así sé de qué manera escucharte?”. Obviamente, estos son sólo algunos ejemplos posibles que espero clarifiquen a qué me refiero cuando hablo de estrategias para regular la interacción. Además de orientar la conversación, nos ayudan a tener en cuenta nuestra propia disposición.

No obstante, me parece necesario tener presente que las preguntas no siempre serán bienvenidas. A veces (como todos sabemos) pueden molestar o irritar. En ocasiones, aun cuando sean molestas, pueden ayudar o bien dar un marco más claro a la ayuda que uno puede dar.
Las PAS podemos sentirnos abrumadas cuando alguien habla y habla sin parar a modo de descarga prolongada. Si nuestras estrategias fallan, o por algún motivo no las podemos emplear, podemos recurrir almodo de escucha poco involucrada”. Esto es como oír sin escuchar, escuchar superficialmente (como lo hacen muchas personas en algunas ocasiones, con independencia de su tipo de temperamento) dándonos permiso a no prestar demasiada atención. Podemos estar allí, de manera no involucrada, para que nuestro interlocutor pueda descargarse, ya que a veces, es todo lo que el otro necesita: alguien con quien hablar.

Si no hemos podido emplear ninguno de los recursos mencionados, o aun habiéndolos utilizado, nos sentimos abrumadas, entonces podemos realizar alguna práctica que nos ayude a aflojar y a liberarnos de la sobrecarga. Aquí una de las formas más simples de hacerlo:
·         Sentate cómodamente y tomá algunas respiraciones profundas.
·         Relajá el cuerpo desde los pies a la cabeza.
·         Centrá la atención en la nariz. Inhalá y exhalá varias veces con la atención en la nariz.
·       
Fijate en qué parte del cuerpo sentís la sobrecarga. Inhalá y exhalá con la atención en esa parte del cuerpo con la intención de aflojar esa parte lo más posible.

Desde mi punto de vista, hay otra cuestión fundamental por tener en cuenta tanto a la hora de dar como de recibir ayuda: la de evitar los “tendrías” y los “deberías”. Así como no estamos obligados/as a ayudar, los demás tampoco están obligados/as a recibir el tipo de ayuda que nosotros/as consideramos adecuada u oportuna.  Muchas veces, sin darnos cuenta, y quizás con la mejor de las intenciones, intentamos imponer nuestro criterio y ejercemos algún tipo de presión para que el otro tome nuestras soluciones o siga nuestras sugerencias. Muchas veces nos cuesta aceptar que cada cual tiene su propio camino, que no hay una única verdad, y que la mayoría de las veces no sabemos a ciencia cierta lo que el otro necesita aprender, transitar o recorrer.

También es necesario tener en cuenta que, a veces, lo que nos motiva a presionar no es sólo el deseo de ayudar, sino también el deseo de aliviarnos. Dada nuestra tendencia a resonar con el padecimiento ajeno, queremos que dejen de padecer para no seguir padeciendo junto a ellos. Si bien este mecanismo es muy comprensible y humano, en mi experiencia, no sería la forma más efectiva de aliviarnos. En estos casos, en lugar de presionar al otro, necesitamos hacer algo para aliviarnos.

En definitiva, lo que las PAS necesitamos aprender es a empatizar o desempatizar, según el caso, a cultivar la compasión, a regular nuestras interacciones, a dar y recibir en libertad, sin imposiciones ni forzamientos y a liberar la sobrecarga todas las veces que sea necesario. Puede ser un proceso largo y trabajoso. Pero no necesariamente más arduo que el del resto de los humanos con otros temperamentos. La recompensa es grande: mayor plenitud y crecimiento.


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